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OPINIÓN

Los despidos masivos no tienen justificación ética

El gobierno que encabeza Mauricio Macri, en apenas cuatro meses, ha tomado medidas que implican una fuerte transferencia de recursos desde los sectores subalternos hacia las clases más ricas. Algunas de ellas: la reducción o supresión de las retenciones a los agroexportadores (sin discriminar chicos y grandes) o a las mineras; la apertura sin red del llamado “cepo” (que enriqueció a los que habían comprado dólar ahorro o dólar futuro, entre los cuales todo indica que está lleno de amigos del gobierno anterior); los aumentos en las tarifas de los servicios públicos en todo el país, que llegan hasta 500% (y que los medios afines insisten en calificar como “graduales” ¡cómo serían si no!).

(*) Por AMÉRICO SCHVARTZMAN

La promesa de Macri es que estas medidas, a mediano plazo, se traducirán en inversiones que crearán nuevos empleos y harán que la Argentina crezca. Una nueva versión de la conocida idea capitalista del “derrame”. Apoyemos a los ganadores “naturales” de la sociedad, porque su progreso nos ayudará a todos. La sociedad argentina le dio otra chance a ese relato ya conocido, en nueva versión.

El problema es que mientras tanto, se han producido muchos despidos (cerca de cien mil según fuentes bastante serias, como la CTA Autónoma o CAME) de los cuales la mayoría son en la esfera privada. No entraré en la discusión acerca de si se trata de una “ola de despidos” o no. Empresas beneficiadas en el periodo anterior de gobierno, privadas y estatales (o semi, como el caso de YPF) vienen despidiendo personal.

También el Estado en sus tres niveles: administraciones de diferente signo han optado por echar a la calle a miles de personas, sin discriminar situaciones y con el único objetivo de reducir sus costos. Ojalá hubiera sido solo el macrismo. El “Despidómetro”, estrenado alegremente por acérrimos defensores del gobierno anterior, no registra a qué partido pertenecen las gestiones, pero basta recorrerlo para corroborar que aparecen provincias gobernadas por el PJ como Santa Cruz, Tierra del Fuego, Misiones o La Rioja. Para ajustar hacia abajo no parecen tener diferencias ideológicas.

Hay quienes justifican los despidos masivos, sin mucho análisis, en base a argumentos de diferente densidad: en el caso del Estado, les basta la acusación general de “ñoquis”, que no obstante, no puede sostenerse con seriedad (véanse, por ejemplo, los despidos en la Secretaria de Agricultura Familiar). Pero que, en todo caso, hubiera requerido algún tipo de estudio de cada situación. No fue así, como se sabe: el flamante Ministerio de Modernización elaboró una estrategia basada en despedir sin riesgo, y no en analizar y fundamentar cada despido. La prioridad era achicar gastos, rápidamente.

En cuanto a la empresa privada, la explicación reside en la necesidad de afrontar una creciente recesión, a las retracciones en el consumo frente a los ajustes, reducir costos etc.
La idea de que para recortar el gasto se puede echar mano a los despidos no parece entrar en la discusión para nadie. En una época en la que todo se fundamenta desde la perspectiva de los derechos humanos, ¿es aceptable sin debate?

En la base filosófica de la perspectiva de los derechos humanos está la idea –introducida por Kant, en una de las formulaciones de su conocido imperativo categórico– de que no se debe tomar a las personas solamente como un medio para otros fines. Porque cada persona es “un fin en sí mismo”. Los seres humanos no son instrumentos de la política económica.
Por eso, si analizamos la cuestión desde una mirada basada en los derechos humanos, no hay justificación ética para los despidos masivos motivados en la necesidad de reducir costos, sin revisar cada caso, sin cerciorarse en qué condiciones se encuentra cada persona. Reducir costos (no importa si es en el Estado o en la empresa privada) no puede ser un fundamento válido para despedir, porque implica considerar a la persona solo como un medio, como un instrumento, como un número, como un elemento de un cálculo gerencial.
Dejar sin trabajo a algunas personas para garantizar a las demás sus puestos de trabajo, sus ingresos o sus márgenes de ganancia –según el caso–, constituye una forma de discriminación inaceptable, y ejerce en la práctica una insolidaridad y un injusticia suprema que no tienen legitimación ética. Es difícil encontrar algo tan opuesto a la idea de solidaridad, que tanto se declama.

Voy a intentar ilustrar lo que digo con una analogía.
Supongamos que una familia recibe la noticia formal de que tendrá una fuerte reducción en sus ingresos mensuales. La familia –a través de sus autoridades– resuelve afrontar esa situación anunciando que ya no les van a dar de comer a los abuelos. Total, pronto morirán. O quizás, deciden no alimentar más a los bebes, que son los más nuevos en la casa. Buen argumento ¿no? Fueron los últimos en llegar.
Mi punto es éste: ¿Qué clase de familia resolvería algo así, en lugar de proponerse racionar lo que todos comemos, es decir, que (todos) comamos un poco menos, para que todos podamos seguir comiendo?

Algunas personas me dicen que mi analogía es cruel. Yo digo que cruel es la situación que pretende ilustrar. Crueles son los empresarios privados y el Estado. Y crueles (o inconscientes) son el resto de los trabajadores, gerentes, empleados, jefes de sección, dirigentes sindicales, etcétera, si silenciosamente aceptan que la forma de encarar una crisis (supuesta o real) es ésta.

Porque hay otra pregunta para hacernos: Los demás, los que vemos cómo despiden a algunos para asegurar el trabajo de otros ¿estamos dispuestos a ganar un poco menos, a ajustar los gastos de nuestra vida cotidiana, a reducir lo innecesario, lo superfluo, el consumo desquiciado, para de esa manera asegurar que nadie quede sin ingresos?

¿Qué calificativo usamos para una familia que cuando se reducen sus ingresos decide que el abuelito, o el bebé, se arreglen como puedan, para que los demás sigamos viviendo como si nada hubiera pasado, consumiendo lo mismo, ganando lo mismo?

Termino con otra pregunta para quienes crean que la analogía es inadecuada. Pensemos cuántas veces escuchamos decir en nuestra empresa, en nuestro país, en nuestra sociedad, en nuestra escuela, en nuestra oficina, que “somos una gran familia”. La ley contra los despidos no es una solución, por supuesto. Pero es algo. Si no nos hacemos estas preguntas, si no hacemos nada frente a los despidos, debemos dejar de decir eso o reconocer que, además de injusta, somos una sociedad mentirosa.

 

(*) Américo Schvartzman es periodista de El Miércoles Digital. Docente. Licenciado en Filosofía. Autor de Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y democracia deliberativa (Prometeo 2013).

 

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