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Reflexión sobre la ética laboral y el rol del liderazgo ausente

La autora de esta reflexión sostiene que "sin equipos sólidos, sin planificación ni respeto, es imposible sostener una gestión cultural sería, coherente y de calidad". Además, denuncia irregularidades de diferente índole en su campo laboral.

 

Por ESTEFANIA RIELLO (*)

Hace tiempo que vengo observando y viviendo situaciones en el trabajo que me hacen pensar en cómo se distorsionan los valores cuando falta algo fundamental: la ética. Porque cuando uno actúa con responsabilidad, transparencia y hace lo que corresponde, muchas veces se convierte en el blanco de críticas, miradas torcidas y hasta maltratos. Es casi irónico: el que cumple, incomoda; y el que transgrede, se victimiza.

Es doloroso ver cómo quienes hacen las cosas mal se sienten ofendidos cuando alguien actúa con integridad. Como si la honestidad fuera una provocación y no un valor que deberíamos compartir todos. En ese contexto, el que sigue el camino correcto queda solo, señalado, o incluso transformado en el “malo” de la película. Y esto sucede, en gran parte, porque no hay una figura de liderazgo fuerte que ponga orden y marque una dirección clara.

... resulta indignante ver cómo hay personas que firman partes de asistencia sin siquiera presentarse a trabajar. Que cumplen horarios en otros lugares, sin registrar nada oficialmente, en una especie de zona gris tolerada por acuerdos silenciosos.

Cuando el liderazgo está ausente —ya sea por comodidad, por miedo a asumir un rol incómodo, o por un profundo desinterés—, el ambiente de trabajo se deteriora. Las órdenes poco claras o la falta total de directrices provocan desorientación, confusión y resentimiento. Cada quien actúa según su parecer, sin un marco común, y eso deja la puerta abierta a arbitrariedades, favoritismos y abusos. En ese vacío de autoridad, los conflictos que podrían resolverse con diálogo y firmeza terminan escalando hasta volverse inmanejables. El rumor reemplaza a la información, el recelo a la confianza, y la desorganización se vuelve norma.

Además, en este contexto desordenado, ciertas personas con actitudes negativas o directamente tóxicas logran instalar una lógica perversa: manipulan, desinforman y logran influenciar a otros, arrastrándolos a una espiral de malestar que contamina a todo el equipo. Lo que empieza como una actitud individual termina por erosionar la dinámica colectiva. Y cuando no se pone un límite a tiempo, cuando no hay nadie que frene esas conductas, el daño se expande. Se naturaliza la mediocridad, se castiga la excelencia y se premia la complicidad silenciosa.

Todo esto no ocurre en el vacío. En el ámbito de la cultura —y en especial en los museos—, estas prácticas tienen consecuencias concretas. La imagen institucional se desgasta. Las iniciativas se empantanan. La gente deja de confiar. Y lo más grave: el acervo patrimonial, que debería ser el centro de nuestro cuidado y compromiso, se ve afectado por esta red de desidia y desorden. Porque sin equipos sólidos, sin ética de trabajo, sin planificación ni respeto, es imposible sostener una gestión cultural seria, coherente y de calidad.

Sumado a esto, resulta indignante ver cómo hay personas que firman partes de asistencia sin siquiera presentarse a trabajar. Que cumplen horarios en otros lugares, sin registrar nada oficialmente, en una especie de zona gris tolerada por acuerdos silenciosos. O cómo otros se aferran a cargos o jefaturas a través de negociaciones informales, no por su capacidad, sino por su habilidad para no incomodar a nadie. Todo esto encuadra en una falta de ética profunda, que va más allá del incumplimiento: es una forma de traicionar el sentido mismo del trabajo público, que debería estar al servicio de la comunidad y del bien común.

También es triste ver la falta de gratitud. Empleados que fueron beneficiados con oportunidades reales por parte de sus jefes, pero que luego, en lugar de valorar, se vuelven envidiosos cuando ven que esas mismas oportunidades se abren a otros. Es como si no entendieran que el crecimiento de uno no implica la caída del otro. Pero cuando el ego pesa más que la colaboración, se pierde de vista lo esencial: que el trabajo es un espacio colectivo donde el mérito debería celebrarse, no atacarse.

Yo, como empleada, solo puedo reafirmar que seguir actuando con ética es el único camino que me representa. Aunque incomode. Aunque duela. Aunque me deje sola, a veces. Porque si algo aprendí, es que lo fácil no siempre es lo correcto. Y que, tarde o temprano, lo correcto se sostiene solo, mientras lo falso cae por su propio peso.

Y ojalá que cuando eso ocurra, no sea demasiado tarde para reparar lo que se perdió por mirar para otro lado.

(*) Artículo acercado a esta Redacción con pedido  depublicación por  parte de su autora.

Imagen de portada: ilustrativa.

 

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