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Soy quien te cuida

Vanesa Leopardo analiza aquí cómo se modificó en nuestra época la idea de “derechos” en relación con la niñez, y muestra que la protección de sus derechos entrelaza distintos ámbitos, escenarios y actores de su vida. Una reflexión necesaria entre el ruido producido por el trágico caso de Lucio Dupuy.

 

Por VANESA LEOPARDO (Colaboración especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL).

 

El cuidado de la infancia viene siendo siempre, al final, territorio institucional y simbólico en disputa. Una disputa sectorial, política y filosófica. Una suerte de puja en torno a quién le corresponde la cuestión de proteger la infancia: ¿al sistema educativo, al sistema judicial, al área de desarrollo social, a las familias, a la comunidad?

Nos encontramos hoy frente a un escenario que refleja a la vez una emergente demanda social y un debate siempre inconcluso acerca del cuidado de la niñez: infancia y Derechos se imbrican de una manera, digamos, inquietante.

Desde que se instala la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) hasta hoy, el cuidado como derecho universal para sus usuarios (niños y niñas) parece representar –todavía– un espacio vacío. En ocasiones, la cuestión de los Derechos en la infancia es una mera expresión declarativa.

Decir infancia en un relato general es correr el riesgo de eludir que no hay procesos homogéneos para los distintos sectores sociales, hay particularidades; que la multiplicidad en la experiencia infantil se produce al articularse con otras categorías de diferenciación social (raza, sexo, género, religión, condiciones materiales de vida, creencias, etc); y que muchos niños y niñas no viven la infancia, sin siquiera decidirlo.

Podríamos decir que, al menos, dos dimensiones conforman lo que denominamos infancia: la enunciación y la experiencia. Si bien las categorías siempre guardan una distancia respecto de los fenómenos que intentan explicar, hoy la brecha entre la enunciación y la experiencia social aumenta.

Pero no podemos obviar una tercera dimensión que la atraviesa y la influye –como condición de posibilidad– la gubernamentalidad. Ello involucra dispositivos e instituciones, saberes y tecnologías de intervención por parte del Estado, en clave de edad.

¿A quién le compete cuidar a la infancia?

A quién le corresponde cuidar a la infancia y bajo qué condiciones se establecen las responsabilidades relativas de cada quién, han sido temas no exentos de tensiones ideológicas. Particularmente en nuestro país, la preocupación gubernamental por la infancia ha transitado desde la protección y el acogimiento a la penalización y criminalización de niños –supuestamente– autónomos.

Decir infancia en un relato general es correr el riesgo de eludir que no hay procesos homogéneos para los distintos sectores sociales, hay particularidades.

Durante el siglo XX, denominado “el siglo del niño”, surge la categoría de “menor en riesgo moral y material”, que se separa de la idea de “niño o hijo” –circunscripto al ámbito privado de la familia– y de la noción de “alumno” –reducido a la escuela– (ambas instituciones concebidas como los principales espacios de hospitalidad y cuidados en la niñez).

Con la expansión de la noción de niño como sujeto social, en términos de adquisición de derechos se modifican las leyes y se reconoce el acceso de niñas y niños a la protección y el cuidado. Esto instala la cuestión del cuidado infantil como un derecho, al menos en el terreno normativo (en nuestro país: la Convención incorporada a la Constitución Nacional, la Ley de Protección Integral, entre otras).

El siglo del niño es un tiempo en el que algunas cosas comienzan a constituirse en un problema social: que se le pegue a un niño comienza a nombrarse como maltrato infantil.

Siempre resulta útil pensar las condiciones y características de producción discursiva, ya que a partir de eso se asignan atributos que sirven para construir los dispositivos de cuidados en cada caso, y que sujetan al niño a su pequeñez. La pequeñez de la necesidad del cuidado de los adultos.  No hay derecho humano en la infancia que sea posible sin ser mediatizado por el mundo adulto. De este modo siempre infancia es una categoría relacional en la que se revela un poder.

El menor, primero, y sujeto de derechos más tarde, se constituyen –fundamentalmente– en objetos de las ciencias jurídicas y el discurso judicial. De allí que, en la actualidad, surgen posicionamientos y debates acerca de la existencia (o no) de denuncias previas cuando algo terrible acontece en la vida de un niño. Si había denuncias ¿era objeto de cuidado de los tribunales? ¿Antes lo fue solo de la familia? Si allí no funcionó ¿pudo haber sido de la escuela?

Ninguna de estas preguntas nos acerca a una respuesta unívoca. El ejercicio de los derechos para los niños entrelaza siempre distintos ámbitos o escenarios y actores de su vida: el lugar donde viven con el lugar donde estudian, su familia extensa, el espacio donde realizan deportes, el barrio. Esto es: a mayor inserción social, más serán los ámbitos habitados por adultos que –se supone– resguardan los derechos del niño. Emerge aquí otra vez la cuestión de la experiencia: las condiciones reales en que se es niño o niña, en que transcurre la infancia. Las condiciones reales de cuidado.

Es bueno considerar que la noción de niño como sujeto de derechos introduce modificaciones en el modo en que se lo concibe pero también comienza a delinear responsabilidades en torno a su cuidado. Es decir, si hay un niño que debe ser cuidado, indefectiblemente debe haber un adulto que debe cuidar.

Por tanto, no solo se define la ciudadanía infantil –que inscribe a la niñez como actor social– sino que se determina también, en simultáneo, que ese niño no tiene el poder de los adultos para influenciar o determinar su propia experiencia. El carácter asimétrico de la relación entre adultos y niños está dado en el hecho de que estos últimos dependen de los primeros, y no a la inversa. Pero ¿lo estamos haciendo bien?

¿Lo estamos haciendo bien si otra vez se nos hizo tarde?

¿Lo estamos haciendo bien si los destinos posibles son crecer o morir?

 

(*) La autora de esta nota es licenciada en Trabajo Social egresada de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y magister en Salud Mental, egresada de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER). Docente e investigadora. Su correo electrónico es vleopardo@hotmail.com.

 

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