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El funeral de Diego y la lupa sobre lo que somos

El Diego y su muerte nos obligan a seguir pensando, una vez más, los derroteros de nuestros feminismos pedestres y cotidianos, nuestras contradicciones y dónde y cómo buscamos nuestras batallas y nuestros enemigos.

 

(*) Por VALERIA LLOBET (Especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL)

 

El Diego y su muerte nos obligan a seguir pensando, una vez más, los derroteros de nuestros feminismos pedestres y cotidianos, nuestras contradicciones y dónde y cómo buscamos nuestras batallas y nuestros enemigos.

 

(*) Por VALERIA LLOBET (Especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL)

 

Mi viejo decía que si hubiese sido millonario, hubiera hecho estatuas en oro de Fangio y de Rattín para exhibirlas en la puerta de nuestra casa. creo que luego del partido contra Inglaterra, se agregó el Diego a ese panteón bostero, peroncho y popular.

Hay un hilo nada tenue que conecta a Rattín y a Diego. Rattín era el capitán de la selección en 1966, cuando en Wembley y ante los locales por cuartos de final, el árbitro alemán lo expulsa. El partido se paró como 10 minutos porque no se entendían, Rattín luego dirá que pedía un intérprete, nadie otorgó esa posibilidad, y el “centro hás”, como pronunciaba mi viejo, se fue desafiante del campo, manoseó la bandera británica y, épica arrabalera, el “caudillo” se sentó en la alfombra roja dando la espalda a la reina.

“Hay algo insistentemente plebeyo y maula en el fútbol. Y en el Diego, eso era llevar como bandera la frescura tramposa e infantil del potrero aún siendo el primer astro del futbol globalizado”.

Hoy no parece que eso haya pasado exactamente así –falta ese desplante épico de mostrarle el culo a Elizabeth II– pero poco importa. Se trata de esos “animals”, como gritaron insultantes los ingleses, que no van a adecuarse a las reglas del juego. Hay algo insistentemente plebeyo y maula, que juega allí algo de una forma de heroísmo. No ser buenos perdedores, no ser “caballeros” en el juego, es también no aceptar una moral de clase.

En el Diego, era llevar como bandera esa frescura tramposa e infantil del potrero aún siendo, en cierto sentido, el primer astro del futbol globalizado, profesional porque se estructuró como mercado con las lógicas del capital, que cada vez más reclamaron hacer del jugador un producto completo.

Para quienes sabemos nada de fútbol y lo cargamos con la simbología de una suerte de socialismo espontáneo que hace que los Davides terminen siempre triunfando por sobre los Goliats y que los individualistas, canutos y egoístas siempre pierdan ante los equipos solidarios y generosos, el Diego era un símbolo. Un pecho erguido agrandado en rodeo ajeno, petiso brabucón y generoso, de pies alados y corazón enorme. Un villero hecho y derecho que se mostraba orgulloso de su origen y su identidad. Un marrón pintándole la cara a tanto blanco propio y ajeno. Un pibito oscuro y hambriento, igual que los otros villeros y a la vez un marciano.

Amo la anécdota del partido en París al que Jairo invitó a Piazzolla, sofisticado y desentendido de lo popular, quien al ver en la cancha a Maradona no pudo evitar gritarle “sos Nijinsky”. Y eso que soy capaz de aplaudir de pie esos 5 tipo el Pelado Almeyda, que parecen un gaucho correntino con machete entre los dientes.

No saber de fútbol y detestar la cultura del aguante, su machismo, que tanto reclama masculinidades violentadoras como feminidades “botineras”, no me impidió estar llorando todos estos días. Llorando por respeto a ese conurba profundo que viajó por horas para devolver orgullo, lealtad y amor a alguien que, como dijo uno de ellos, “les daba alegrías cuando no tenían para comer”. Y es que, a diferencia de un “entretenimiento”, Diego nunca ocultó esa crítica, nunca contribuyó a despolitizar la relación del fútbol y lo popular: tanto para decir que él venía de un “barrio privado” como para decir que presión sentía quien laburaba todo el día para llevar a su casa un poco de pan, Diego no permitía que nos olvidemos de la parte del engranaje de injusticias en las que cada uno está comprometido. 

“La heterogeneidad no está para ser homogeneizada, sino para ser comprendida y transformada por sus actores, en la dirección en la que se den esos procesos”.

Como bien nos recordaron nuestres hijes estos días, Diego sí hizo abuso de otros engranajes. Engendró hijos a los que tardíamente reconoció, cogió pendejas, maltrató a sus mujeres. Se intoxicó con todo lo que pudo. ¿Es justificable, es necesario justificarlo? No. Lo hizo, fue su contribución a reproducir el patriarcado que lo constituyó.

Diego también fue quien en 1995 dijo que si acá dos pibes se besan en la boca los bajan del bondi, por lo que no podemos decir que tenemos libertades. Casi 15 años antes de dar la batalla por la ley de matrimonio igualitario. También buscó recomponer con esos hijos a los que negó, al menos con algunos, incluso tardíamente.

Los debates que esta muerte trajo a los feminismos son teóricos, ideológicos y generacionales. El /los feminismo/s buscan transformar un orden social injusto y eso implica alterar órdenes sensibles. De hecho, han provisto de narrativas que nos permiten a las mujeres y disidencias visibilizar y entender esas microviolencias de las que está plagada nuestra vida. Pero hasta ahora, ha sido más eficaz en los sectores medios. En los sectores populares, el amor y el deseo se narran con “música melódica” y cumbia, con altruismo materno y con distinciones por el largo de la pollera. Eso no quiere decir que el feminismo sea clasemediero ni que en los sectores populares no haya muchísimas pibas y mujeres que se distancian del machismo, lo cuestionan, lo denuncian. Lo que quiere decir es que la heterogeneidad no está para ser homogeneizada, sino para ser comprendida y transformada por sus actores, en la dirección en la que se den esos procesos. Es siempre un riesgo olvidarnos que cuando decimos patriarcado estamos hablando en primer lugar de un orden injusto y desigual.

“Diego es también quien en 1995 dijo que si acá dos pibes se besan en la boca los bajan del bondi, casi 15 años antes de la batalla por el matrimonio igualitario”.

En ese mismo sentido, una mirada más al ras, más sensible a lo que está expresando alguien sobre todo si es diferente a una, es necesaria. Menos mandatos y más escucha, menos explicaciones y más empatía, menos narrativas victimizantes y más agencia. Así empezó el feminismo de la segunda ola, con círculos de mujeres conversando y abrazándose. Haremos bien en recordar la historia y no esperar a una bell hooks o una Ángela Davis para comprender las opresiones como una trama.

Mientras tanto, mientras el Diego y su muerte nos obligan a seguir pensando, una vez más, los derroteros de nuestros feminismos pedestres y cotidianos, nuestras contradicciones y dónde y cómo buscamos nuestras batallas y nuestros enemigos, nos venimos a dar cuenta que nuestros padres han muerto y con ellos un poco nosotros.

Mientras el funeral de Diego nos ofrece una lupa para analizar las dificultades que como sociedad tenemos para cuidarnos, las torpezas de un gobierno popular para articular protecciones, nos enfrenta al hambre de violencia de un gobierno de derecha.

Y mientras tanto, en la plaza del barrio, cuatro pibitos desarrapados, que no levantan un metro del suelo, patean una pelota que se va larga. “¡Correla, Maradona!” grita uno, y vuelvo a llorar.

(*) Valeria Llobet, nacida en Concepción del Uruguay, reside en la ciudad de Buenos Aires.  Es doctora en Psicología (UBA) y especialista en derechos humanos, género e infancias. Se ha especializado en la construcción de memoria sobre la experiencia infantil en la última dictadura militar en Argentina. Es investigadora principal del CONICET y codirige el Centro de Estudios sobre Desigualdades, Sujetos e Instituciones, en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Autora de varios libros, colabora con la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito y con la Red Nacional No A La Baja.

 

 

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