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El relato de un soldadito en Paraná: "Me daban droga y me mandaban al choque"

El uso de niños, niñas y adolescentes para el narcotráfico no es una lejana realidad de ciudades como Rosario. Cada vez más se observa la problemática de los llamados “soldaditos” en Entre Ríos.

Omar contó a Análisis su historia, cuando a los 11 años comenzó a ser cooptado por narcos, para dejar su mensaje de que “se puede cambiar”. La defensora oficial Susana Carnero y el fiscal general José Ignacio Candioti, aportaron sus miradas sobre cómo se observa esta realidad en Justicia.

“Yo tenía el arma que yo quería, 9 milímetros, revólver, escopeta, itaka, me daban de todo con tal de que yo defienda a los que estaban vendiendo ¿me entendés?”. Omar (que en realidad no se llama Omar, porque pidió que su identidad se mantenga en reserva) cuenta su historia, que podría ser la de cualquiera de los miles de chicos que, en las principales ciudades del país, quedan a merced del narco de turno en su barrio. Y, más allá de las fronteras, es la misma historia que se cuenta repetidamente desde la década del 80 en Estados Unidos y en Colombia: droga, dinero y armas de los dueños del negocio para armar su ejército callejero que da la vida para defender su territorio, sus ganancias y su libertad.

La historia de Omar transcurre en Paraná y quiere contarla para dejar un mensaje: “Se puede cambiar”. Recibe a Análisis donde encontró por primera vez una mano para salir, en el predio de la Iglesia Evangélica Asamblea de Dios que se pone al hombro el pastor Héctor Larrea, más conocido como el Pola.

“Fue así: yo comencé todo cuando tenía 11 años, me mataron a mi papá, le pegaron una puñalada en la ingle. Yo agarré la calle y ahí me fui juntando con gente mayor que me llevaron, ellos andaban en la venta de cocaína, marihuana, pastilla, todo. Cuando tenía 16 años, iba a cumplir 17, empecé a formarme en la banda de ellos. Y como yo era menor me mandaban al choque a mí. Me daban droga, merca, porro, pastilla, y si vos le debías cinco mil pesos, me decían ‘ey Negro, pasa esto y esto’, yo iba, le pegaba, le daba un tiro, todo. Y así sucesivamente”, cuenta Omar de un tirón, casi sin respirar.

¿Y la Policía? “La Policía nunca daba con el que vendía, con el cabecilla, ese vivía adentro, con su casa, su mujer, sus hijos, instalado, acostado, iban y le llevaban la plata nomás -recuerda Omar-. Y tenía diferentes paradas, cinco o seis casas para vender, ocupaban casas ajenas, hacían bandera en otro lado, no era que iban a entregar la casa de ellos. Él siempre limpio. Y terminaban perdiendo pibitos que no tenían nada que ver. Por ahí capas que un pibe iba a cobrar una cuenta, y estaba re vivo el que debía, le quitaban la vida al pibito que iba a cobrar y ellos se lavaban las manos. Esa es la historia de andar en la droga ¿me entendés?”.

Se entiende, pero explica más todavía: “Porque la Policía está casada con los que están vendiendo droga. Porque siempre los que están vendiendo y son grandes narcos, siempre tienen roces con la Policía. Yo cuando anduve en ese momento, veía cómo iba el móvil, la plata, la movida, todo, yo era un guachín pero era re vivo les junaba toda la movida”.

El problema son los mayores

En la mayoría de las investigaciones que desbaratan organizaciones narco criminales que operan en Entre Ríos, se observa la presencia de menores de edad en torno a los adultos que dirigen cada empresa. “Lo que más nos preocupa, porque es algo continuo, es la utilización de lo que denominamos soldaditos, que son chicos generalmente menores de edad, a veces superan el umbral de los 18 años, en los barrios de nuestra ciudad y de otras ciudades de Entre Ríos, justamente para cometer el delito de la comercialización de estupefacientes. Esto es muy triste porque justamente esos chicos que tendrían que estar en la escuela, en el deporte, con su familia, están siendo utilizados por los narcos, que son los que verdaderamente se enriquecen con el negocio espurio. Entonces, hay que trabajar desde distintos ámbitos para tratar erradicar estas prácticas”, asegura José Ignacio Candioti, fiscal general ante el Tribunal Oral Federal de Paraná.

Elbio Gonzalo Caudana, Daiel “Tavi” Celis, las Tanas Ledesma y Baglietti, Pókemon Giménez, Sandra “La Gringa” Córdoba, Martín Burdino, son los nombres de los jefes de algunas de las bandas que pasaron por el TOF en los últimos años, en juicios donde quedaba expuesto el uso de niños desde los 12 años para diversas tareas. Pero también se viene notando lo mismo, en forma creciente, en las causas por narcomenudeo, donde pequeños grupos barriales también utilizan a chicos para llevar, traer o ir a matar.

“Les encargan dos tareas -refiere Candioti-, una es propiamente la venta del estupefaciente. Es muy difícil que el verdadero dueño del negocio tenga el estupefaciente consigo, justamente porque quieren evitar correr riesgos, entonces se los dan a estos chicos para que los resguarden en su domicilio, y a su vez sean ellos justamente los encargados de venderlos”.

Susana Carnero es defensora oficial en Paraná e interviene cuando hay un menor de edad implicado en una causa, sea como víctima o como acusado. Desde su experiencia en el trato directo con esos chicos, sostiene: “Los niños, niñas y adolescentes caen, se podría decir, en el sistema de la droga, el consumo o el narcomenudeo, en dos ámbitos diferentes. Uno puede ser dentro de su propia familia, porque hemos tenido muchos casos que llegan como imputados, pero al iniciar las investigaciones nos damos cuenta que ellos serían más que nada víctimas y no autores de ese narcomenudeo. En primer lugar, porque los adolescentes no tienen una vivienda propia donde puedan desarrollarse de manera autónoma, sino que dependen de adultos, tanto para la parte económica, en la vivienda, y también en el ámbito social”.

Pero también esos chicos pueden caer en manos de quienes frecuentan la esquina del barrio y los tientan con su poder: “En cuanto a las redes que están por fuera del ámbito familiar -agrega Carnero-, se puede decir que existen personas que se aprovechan o detectan niños en situaciones de distintas maneras de vulnerabilidad, social, familiar, económica, donde los tratan de cooptar, de iniciar una relación de amistad, teniendo en cuenta la superioridad, porque generalmente son personas adultas, para llevar a inducirlos al consumo, para que después ellos mismos sean los que tengan esa referencia en esos adultos, no pudiendo consumir sin su ayuda. Y así, son utilizados finalmente para los fines de comercialización de estupefacientes”, explica Carnero.

La Raíz
“Después me abrí y empecé a robar, agarré la droga, porque la marihuana no es para andar robando, pero donde agarrás y tomás cocaína, tomás pastillas, te pide el cuerpo, te pide. Empecé a meter caño, hacía desastre, tomaba rehenes, todo por la droga. Y bueno así caí en cana y todos mis compañeros que estaban al lado mío cuando yo tenía algo, cuando caí no había ninguno, estuvo mi mamá, mi hermana, y nadie más”

“Pagué mis causas, las pagué. Pero cuando era menor, yo iba le pegaba un tiro a uno, caía y a las dos horas mi mamá me sacaba. La llamaban, mi mamá quería que me internen porque no quería que yo siga así. Iban los del Copnaf y en un remís me llevaban a la puerta de mi casa, en vez de darme una lección, meterme en un colegio, algo, los mismos del Copnaf me sacaban de encima, porque yo agarraba y era re bardero”.

Susana Carnero observa y entiende cuál es el principal problema, o buena parte del origen de este asunto: “El consumo de drogas hoy se ha incrementado exponencialmente, y eso el consumo no está penado, pero los lleva a los niños a estar en un estado que sí pueden cometer delitos que están penados por la Ley”, apunta.

 

En este sentido, cuenta cómo se da la dinámica entre la ayuda que recibe el o la adolescente y el contexto en el que vive: “Yo siempre digo, estoy convencida que faltan, sobre todo en Paraná, instituciones donde se pueda llegar a abordar la temática del consumo para aquellos niños que requieran un abordaje más completo, con una institución que los pueda alojar. Porque el abordaje psicológico se puede hacer, pero muchas veces no alcanza, o Copnaf mismo lo puede abordar, pero no alcanza si ellos siguen en su ámbito. Mantienen algunos encuentros con psicólogos o con equipos técnicos, pero después que se alejan esos equipos técnicos, terminan la sesión, ellos vuelven a ese ámbito y vuelven a estar en la misma problemática”.

 

Y cuando alcanzan la mayoría de edad y terminan presos en una unidad penal, la situación está lejos de cambiar, según la experiencia de Omar: “En la cárcel es peor. Para mí, si vos me dieras la oportunidad, es ir a un centro de rehabilitación, cambiás, dejás de drogarte. En la cárcel corre la droga más que en la calle, amigo, más que en la calle. En la cárcel tenés marihuana, cocaína, pastillas, ácidos, alcohol, lo que quieras. Los penitenciarios la entran la droga, aunque no me creas, van así, llega el tacho, pegan el grito “¡tacho!”, cuando se juntan todos paran en el pabellón, pasan los bagallos, los cocineros pentienciarios, los jefes de la cocina, ellos mismos entran la droga”.

 

El mensaje

Ahora Omar se considera recuperado, aunque asegura que es una lucha día a día, con la tentación al alcance de la mano en cada esquina, en cada plaza. “Cuando hablé, le dije al hermano Héctor, ‘si yo vuelvo al penal, va a ser al pedo’. Porque me costaba una banda cambiar, extrañaba todo, todo, y pude gracias a Dios, pude, y quiero seguir pegando para adelante, yo ya tengo mi libertad, me sacaron pulsera, todo. Ahora me arrepiento y me pongo a analizar todas esas cosas. Yo tengo mi nena, tiene cinco añitos. Y gracias al hermano Héctor Larrea yo pude cambiar. Pude dejar de andar con esa gente, conocí a Dios aquí, cambié mi vida, dejé la cocaína, dejé la pastilla, dejé el porro, el alcohol, hasta el cigarrillo dejé. Van a hacer ocho meses que cambié mi vida”, relata emoción.

Y concluye con un mensaje que quiere que llegue a todos los que están como él hasta no hace mucho tiempo: “Todos dicen que no pueden cambiar la vida: tiene cambio, se puede, se puede”.

 

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