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La escritora y docente uruguayense Belén Sigot recibió una importante distinción.
La escritora y docente uruguayense Belén Sigot recibió una importante distinción.

 La docente uruguayense Belén Sigot ganó el Premio Itaú de Cuento Digital 2014

Su narración “La franela amarilla” (que se reproduce más abajo) ganó el primer premio entre más de 2.000 obras inscriptas. La autora nació en Pronunciamiento, es profesora de Lengua y Literatura y ejerce la docencia en Concepción del Uruguay.

La escritora y docente uruguayense Belén Sigot recibió una importante distinción.
La escritora y docente uruguayense Belén Sigot recibió una importante distinción.

 

Por A.S., de la redacción de El Miércoles Digital

 

 

El miércoles 26 de noviembre se realizó en la Usina del Arte la ceremonia de premiación de la 4º edición del Premio Itaú de Cuento Digital, organizado por el Grupo Alejandría. Un comité de lectura integrado por conocidos escritores seleccionó 124 obras de entre las 2000 inscriptas, que luego fueron evaluadas por un jurado que tuvo a su cargo la elección de los ganadores. Ese jurado (compuesto por Marcelo Figueras, Alejandro Zambra, Roberto Echavarren, Lourdes Espínola y Claudiney Ferreira) decidió, en la categoría Escritores, que el primer premio fuera para el cuento “La franela amarilla” de Belén Sigot.

 

Belén nació en Pronunciamiento, en 1979. Es profesora de Lengua y Literatura egresada de la UADER, en Concepción del Uruguay. En el 2011 estuvo entre los narradores entrerrianos que el Fondo Nacional de las Artes seleccionó para los talleres de narrativa dictados por Inés Garland: una experiencia que le dio una luz nueva para sus cuentos. Este año uno de sus relatos se publicó en la antología digital 8cho y och8, posteriormente editada como libro. También es autora del ensayo América en Bandadas – Dos aproximaciones a la poesía de Luis Alberto Salvarezza (Dunken, 2007). Y ha recibido otras importantes distinciones, en certámenes provinciales y nacionales.

 

PARA LEER EN LA RED

 

El concurso tiene como objetivo reivindicar el lugar de la literatura en el universo digital. Por eso sus organizadores dicen que “el papel no es la literatura. La literatura no corre ningún peligro con los cambios tecnológicos, pero muta, cambia de piel, también ella se reinventa. Como cuando las vanguardias, un siglo atrás, descolgaron la obra de arte de la pared. La palabra, la escritura, la narración siguen vigentes, aunque imágenes, sonidos, elementos de programación o hipervínculos rediseñen sus procedimientos”.

 

En segundo lugar fue seleccionado el cuento “La motito” de Leonel D’Agostino; y el tercer premio fue para “La mosca en la sopa” de Evangelina Caro Betelú. Los autores premiados y aquellos que han obtenido una mención especial han recibido una tablet, y con sus cuentos se ha conformado una antología digital del certamen, que se puede descargar gratuitamente (hacer click aquí). En la categoría “Escritores” los tres primeros puestos recibieron premios en efectivo por 2.000, 1.000 y 500 dólares respectivamente; y en la categoría Sub-18, los dos primeros premios argentinos reciben una beca para un taller literario, además de la tablet.

 

AZAR Y FELICIDAD

 

Hace pocos días, Belén contó en las redes sociales: “Cuando le dije a mi madre que habían seleccionado un cuento mío para el premio Itaú, y que ese relato hablaba de mi abuela Amalia y su tumba y que el 26 de noviembre tendría que asistir a la ceremonia donde se conocerían los ganadores, ella se quedó mirándome y me dijo: Tu abuela murió en esa misma fecha: un 26 de noviembre. (Esa noche, allá en la Usina del Arte, yo sentí que todos esos muertos míos –mi abuela Amalia, mi abuelo Alejo, mi tía Amada, mi tío Neri, Blanco, Chocha y Norma– no solo respiraban en mi cuento sino que estaban a mi lado, rondándome, riendo de felicidad conmigo). Gracias con el alma: a mis vivos y a mis muertos”.

La publicación con todos los cuentos seleccionados se encuentra disponible en internet.
La publicación con todos los cuentos seleccionados se encuentra disponible en internet.

 

La franela amarilla

 

Por Belén Sigot

 

La madre dice que los muertos se van a vivir a las estrellas: una estrella para la abuela Amalia, otra para Nené, otra para el abuelo Alejo. Pero es trabajoso después, entre tantas, acordarse de cuál es la asignada a cada uno. Más fácil es ver a las barcas de los muertos moviéndose a través de los canales azules, en esos domingos en que el cielo parece un campo al que le araron las nubes de punta a punta, y Blanco y Chocha la pasan a buscar y la llevan con ellos al cementerio de San Justo. La madre, si no tiene que quedarse en casa fregando ropa de otro de sus patrones bajo las moreras, a veces los acompaña. Pero ni a ella, ni a Blanco y Chocha, les cuenta nunca las cosas que ve en el cielo.

 

En Pronunciamiento no hay cementerio: los muertos del pueblo van a parar al de San Justo. Es una media hora de viaje, en velocidad acorde al camino de ripio y la polvareda que traen las épocas sin lluvia. La madre y ella no tienen en qué ir, pero Blanco y Chocha sí, y las llevan, y si van los cuatro, se apretujan en la cabina o ella se sienta en la caja trasera y canta canciones sin ponerse tímida, segura de que nadie podrá verla ni escucharla, mientras la camioneta avanza y da barquinazos que le dan risa y su voz se pierde por sobre los sembradíos y las taperas que van quedando atrás. En eso ella y la madre son afortunadas, porque hay quienes tienen que conformarse con visitar a sus muertos solo cuando hay velorio en el pueblo y pueden colarse en alguno de los autos del cortejo.

 

Su tía Amada no tiene en qué ir ni a nadie que la lleve, y no va nunca a ningún velorio; así que es de suponer que no le importa mucho eso de no ver más a sus muertos: a su muerta, mejor dicho, porque allá en San Justo a la única que tiene es a la abuela Amalia. Aunque la tía Amada siempre le corta flores para la abuela: crestas de gallo y papelillos que le da atados con un piolín y que, por alguna razón, nunca tienen perfume. Pero hubo una vez en que las maestras aparecieron por la casa para hacer el censo, preguntaron cosas y la tía Amada se puso a llorar y respondió aquello tan triste de su bebé muerto. Por eso, lo que más cree es que la tía, en realidad, lo que no quiere es acordarse de que en este mundo existe la muerte.

 

El abuelo Alejo también está muerto, y tan muerto que no llegó a conocerlo. Él se quedó más lejos, en el cementerio de Uruguay, porque si fue difícil llevarlo hasta allá para poder internarlo en un hospital, más difícil resultaba para la madre retornar con un ataúd hasta el pueblo. En la ciudad, las cosas son diferentes, y cuando pasaron los años, y la madre no regresó para pagar la cuota de la tumba, echaron los huesos del abuelo Alejo a un pozo donde se mezclaron con los de muchos otros: con los huesitos del hijo de la tía Amada, tal vez. Pero ese muerto, su abuelo, es solo de la madre y ella, porque la tía Amada es hija de otro hombre del que nadie en la casa pronuncia nunca el nombre. Como el tío Neri, que es hijo de ese mismo hombre. El tío tampoco va al cementerio de San Justo ni a los velorios; siempre se marcha al monte y pasa allá días enteros, solo, junto al río, pescando bagres y tarariras, hasta que se le termina el vino y tiene que volver en su bicicleta. El tío Neri apenas habla, así que no fue por él que se enteró de que en el monte la oscuridad es más negra que el plumaje de los biguáes y que uno puede estirar el brazo y sentir que acaricia las estrellas que, en la negrura, se ponen más grandes y cercanas: Blanco se lo contó, y desde entonces se imagina al tío Neri echado sobre las gramillas y hablándole sin parar a la estrella donde vive la abuela Amalia.

 

El cementerio de San Justo reverbera sobre una lomada entre los campos. De lejos se ven los paredones blancos y las puntas erguidas de los cipreses. Cuando la camioneta se detiene bajo los fresnos y el motor se apaga, ella no necesita estar en la cabina para oír el suspiro de Blanco y ver cómo Chocha aprieta el rosario y lo lleva contra su pecho. Si la madre ha ido, esperan las dos a que ellos se adelanten, y van en busca de la abuela, y luego deambulan por el cementerio, y hay tumbas que hacen que la madre cuente esas historias que sirven para entender por qué no siempre la muerte precisa de la vejez.

 

Y si la madre ha quedado arremangada bajo las moreras, ella entra al cementerio a la par de Blanco y Chocha. Siempre el nicho de Nené es el primero al que visitan. Se quedan los dos mudos mirando su foto tras el cristal hasta que de algún bolsillo de los pantalones bien planchados por la madre, Blanco saca la llave, destraba el candado y la puerta de vidrio se abre. Y la franela amarilla se pone a lustrar las placas de bronce, los floreros de porcelana con rositas de tela, las vírgenes de largo manto, la cruz toda labrada, el mármol sobre el cual las carpetitas que Chocha tejió al crochet parecen grandes arañas de hilo. Y después entre los dos acomodan los crisantemos, los gladiolos, los helechos. Arman ramitos y los colocan en el florero de acero que queda fuera. Todo lo hacen tan lentamente que ella, que le reza rápido a Nené un padrenuestro y un avemaría y se persigna tres veces, tiene tiempo para salir a andar por entre los nichos: corre por los estrechos pasillos, hace que sus pies reboten contra el cemento, palpa las tapas de piedra, roza las paredes con la punta de los dedos. Todo es tan blanco y todo suena a hueco, a hueco, como diciendo acá abajo, acá adentro no hay nada, no está nada de eso de lo que vos crees que sí. Y todo tiene el mismo olor: un olor dulzón a repollo podrido; hasta las flores que Chocha trae envueltas en un repasador mojado, frescas, recién cortadas, han empezado a oler así apenas traspasan las rejas del portón. Y tanto demoran ellos en esa ceremonia que ella vuelve, les pasa de refilón y los ve ahí, frente al nicho de Nené, murmurando todos los rezos del mundo y con los ojos claros empañados −los ojos chochoverdosos y los ojos blancocelestosos−, y Nené desde la foto mirándolos enfurruñada, con la misma cara que ponía cuando estaba viva y se daba cuenta de que habían escondido el dulce de leche, la manteca, el budín de pan, y hasta las aceitunas y los frascos de tomate triturado para que no se los tragara en sus madrugadas engullidoras. Pero allá, allá en el fondo, donde su abuela duerme aplastada bajo la tierra, el cementerio es verde, los cipreses susurran, el suelo no responde con ecos a sus pisadas y el viento no trae olores pesados sino que juega desparramando las flores de papel y enredándolas en las crucecitas de hierro y los corazones de lata. La tumba de su abuela no tiene vidrio, ni hay que abrirla con llave, ni sacar brillo a los floreros. La madre la compró al dueño de otro finado, y la tumba vino así: ya gastada por otra muerte, con partes cachadas y un ventanuco arrancado a martillazos. Los frascos de mermelada siempre están verdosos, amusgados por la intemperie que se mete por el orificio, y a la placa, finita y negra de chapa ordinaria, hay que volver a acomodarla, porque se cae a cada rato, sin nada que la sujete. Ella limpia con las manos las esquinas de porlan donde se han amontonado hojas secas y hormigas, quita los frascos para lavarlos en la bomba del molino, los llena de agua fresca, les pone piedritas para que las ráfagas no los tumben, y acomoda los papelillos y las enormes crestas de gallo mientras procura que esos tallos ásperos no le raspen mucho y después se sienta sobre las losas negras, sobre esos mosaicos de zaguán que recubren la tumba, y primero le reza a la abuela pero después, cuando sabe que Dios ya está satisfecho, le habla y le cuenta de ella, y le promete que algún día le va a poner un vidrio, unos floreros preciosos, y le va a lustrar toda toda la tumba con una franela amarilla.

 

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