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Una vieja radio afónica

Nuestro compañero Martín Bianchi, de los pocos hombres que no siente ninguna pasión por el fútbol en este país, no pudo escaparse de las sensaciones mundialistas que nos atravesaron durante estos días. 

 

Por MARTÍN BIANCHI de EL MIÉRCOLES

Lo único que sabía por aquel entonces era que no podía ver la Pantera Rosa porque mi viejo intentaba ver a unos tipos con remeras a rayas grises que corrían. No entendía ese afán absurdo, por entrever esas imágenes, luchando con la estática y el ruido catódico del viejo televisor. Recuerdo poco, muy poco de esa época. El auto pintado de celeste y blanco, la gente que pasaba por la calle festejando con gritos y cantos y un caballo que parecía tener clavada en la grupa una banderita. Me quedé más tranquilo cuando mi vieja me explicó que tenía una ventosa y no le dolía.

Recuerdo la voz de mi viejo afónico de gritar y el 4L también afónico, porque no le habían dado tregua a la bocina. No mucho más.

No me hice futbolero, para nada. El juego se me hacía imposible, patadura de nacimiento. No me gustaba, me aburría, pero algunos años después ocurrió un milagro temporal. Un petiso zurdo de rulos metía un gol, con la mano de dios, a los ingleses. Esos piratas que odiaba tanto en esa época. Y no conforme minutos después bajaba a tierra el barrilete cósmico. El tipo volaba, bailaba ballet, frente a los defensores británicos que miraban desde un lugar privilegiado la mejor jugada de la historia. Y mi viejo que saltaba desde el sillón y gritaba con la voz anudada por la emoción: ¿Y este con qué lo hizo? ¡Con el chingo lo hizo! La guasada más grande que dijo nunca y era poesía. El petiso levantó la copa ese año y fuimos felices por un rato.

Todo volvió a su cauce por unos años, mi entusiasmo se esfumó por completo. Hubo un momento con una tanda interminable de penales atajados y un segundo lugar, pero no estuvo a la altura. La enfermera yanqui cortando las alas selló el tema para mí. Es que, como ya dije, el fútbol no era lo mío. Ni el decime qué se siente me enganchó. Qué canción de mierda…

En un país donde el fútbol es religión, ser ateo es complicado. Y uno siempre intenta que, en una de esas, capaz pueda contagiarse de esa fe. Difícil.

Pero un día veo a otro petiso, también zurdo, con una técnica impresionante, con lujos estratégicos, con cerebral precisión, mover una pelota de manera única. Lo veo desde la razón, lo admiro. Una máquina humana.

Resulta que al tipo lo juntan con unos gurises muy jóvenes, que lo aman, y de pronto sucede algo. No sé cómo explicarlo… Una ¿magia? Sucede, sólo sucede. Ese grupo de gurises me empiezan a convidar de su maravillosa droga. No sé qué es, repito, pero de pronto no puedo dejar de verlos, de reírme y de sufrir con ellos. Quiero saltar, moverme, correr, no soporto un segundo más mirando sentado. Soy feliz por ellos, de verlos jugar como niños y soy feliz porque a los cincuenta años me dejan, por un instante, ser niños como ellos.

Y algo me sube por el pecho y se me atora en la garganta y de pronto entiendo a mi viejo, con su voz ahogada gritándole a una vieja radio Tonomac: ¡GOL!

 

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